jueves, 16 de abril de 2020

Reflexiones en medio del COVID-19

Escrito por Dayana L. Rivas Ch. Finalmente llegó día en que todos debemos llevar una mascarilla puesta si vamos a salir de casa. Por lo menos es el requerimiento que han hecho los supermercados para dejar que uno entre. Entonces es común que en la calle todos vayamos con el nuevo accesorio.

Debía salir por pan este 15 de abril, sí, el Día del Arte y también fue un 15 de abril lo de La Tajada de Sandía (1856). Ya en esta fecha también se tienen limitaciones para la movilidad. Lunes, miércoles y viernes salen las mujeres y martes, jueves y sábado, los hombres. Aunque el fin de semana pasado decretaron aislamiento total para todos. Durante sábado y domingo nadie pudo salir.

Mi hora de hacer mandados es 12:30 del mediodía a 2:30 de la tarde. Eso es otro detalle, las personas podemos salir según un horario organizado de acuerdo al último número de cédula. Tengo exactamente dos horas para estar en la calle. Ese tiempo lo debo usar para algo muy necesario, en mi caso, como lo dije, debía intentar lograr algo de pan.

Yo salí el viernes pasado, pero por alguna razón en el supermercado no había pan. Entonces, sin muchas ganas de exponerme por el protocolo que representa salir y entrar a casa, decidí aventurarme una vez más para ver si esta vez sí tenía suerte.

No soy paranoica pero no quiero averiguar qué se siente estar contagiada con COVID-19, mucho menos quiero saber qué tal la pasarán mis hijos si llegasen a verse afectados. Preferiría no estar fuera de casa. Sin embargo hay que ir por comida. El asunto es que como hoy no tengo acceso a un auto, debo usar el transporte que hay en las calles.

Desde hace días vengo pensando que los taxis deben ser excelentes transmisores del virus, porque pasan llevando a distintas personas, manejando dinero que viene de manos que quizás no se hayan lavado bien. En fin, en mi mente veo a estos vehículos con millones de microscópicos cuerpos esperando pegarse a alguien para enfermarlos.

Con esta película en mente tomé la decisión de caminar hasta el supermercado para evitar ese foco de contagio. Mascarilla puesta, los zapatos de salir (que desde que inició esto no entro nunca a casa y son los únicos que uso) y con música empecé mi trayecto de 30 minutos.

Recuerdan mi hora de salida: 12:30 p.m. Sinónimo de pleno sol. Soy buena caminadora, me encanta, aún con sol. Pero llevaba puesta mi mascarilla por seguridad (no vaya a ser que pasara alguien al lado y me estornudara) y no había avanzado ni un kilómetro cuando sentía que me hacía falta el aire, además el sudor me corría a chorros por el rostro. Casi que pensé que me desmayaría, mas no me atrevía a quitarme la mascarilla, además que me parece de lo más imprudente tocarla.

El camino se me hizo más largo de lo habitual. Iba repasando la lista. Como nunca, jamás he sido organizada, anoto lo que voy a buscar para no olvidar nada. No quiero volver a salir de casa.

Panamá Oeste es uno de los sectores con más casos de coronavirus, 780 según el reporte de este mismo 15 de abril, a 38 días de anunciado el primer caso en Panamá. En el país hay 3,751. Lo que más me preocupa es el número de muertes, 103. Cierto es que no hemos llegado a los niveles de Wuhan, donde inició la pandemia, ni a los de Italia donde las defunciones alcanzaron centenares, lo mismo que en España y ahora también en Estados Unidos, no obstante esos 103 a mí me parecen mucho.

Dicen los médicos que todos esos casos presentaban un historial clínico comprometido por alguna enfermedad. Pero yo solo pienso en que esos 103 sobrevivieron a otros virus, a otras situaciones, y llega un virus que fue anunciado como de “baja letalidad” y les quita la vida en pocos días. Hay quienes han muerto en sus casas, no les da ni para llegar al hospital.

Se ha dicho que tiene un impacto muy leve en niños, en personas jóvenes en general. Acá en Panamá ya murió una niña, una de las pocas en ese rango de edad en el mundo. Tenía varias o complicaciones, anunciaron los médicos. Igual me queda la angustia.

Completados con éxito los 30 minutos de sol, en la entrada del supermercado una persona me pide mi cédula para asegurarse que es mi hora y además me toma la temperatura, para verificar que no tenga fiebre, uno de los síntomas del COVID-19. La verdad pongo en duda un poco eso del termómetro porque ni acaban de apuntarle bien el escáner y ya lo van pasando y midiendo a otro.

También hacen que me ponga alcohol en las manos antes de entrar. Pensando en quién habrá tocado la canasta antes que yo, tomo una y voy a buscar mis productos rápidamente. Antes de seleccionar el pan pienso en quién lo tocó antes. Ni modo, tengo que llevarlo. Así aplico el mismo ritual ante cada cosa que debo llevar.

En la caja no quiero tocar las manos de la cajera, tampoco quiero que un empacador me ayude. No lo digo ni expreso de ningún modo. Con resignación tomo mi bolsa y salgo, agradeciendo a la fortuna que no tuve que hacer fila para entrar al supermercado. Usualmente hay una hilera de personas en la entrada porque solo puede estar un número pequeño de clientes dentro, para evitar las aglomeraciones.

Pienso en que quizás la gente no tiene dinero para hacer sus compras. Muchas empresas, al anunciarse la cuarentena obligatoria para la mayoría de la población, se acogieron a un decreto que permite la suspensión de contratos a su personal. Esto indica que los mandan a casa y no tienen que pagarles sus quincenas porque en esos días no están trabajando.

La población en esa condición ha sido inscrita a un programa llamado Panamá Solidario, con el que el gobierno distribuye bolsas de comida o bonos (80 mensuales) para que puedan sobrevivir. Los bancos anunciaron medidas “flexibles” para apoyar a sus clientes en estas condiciones. También se habla de rebajas en la tarifa eléctrica.

Hay quienes piden la suspensión de todos los pagos. Yo pienso que los bancos nunca pierden. Todo lo que uno deje de pagar, lo van a cobrar con todo e interés.

En la salida del supermercado dude en volver a caminar. No lo hice. Pensé que acabaría desmayada a medio camino y de pronto perdería mi mercancía. Sin muchas ganas tomé un taxi.

Al llegar a casa inicia el ritual de desinfección. No toco la puerta. Mis hijos me abren, pongo los paquetes afuera y me lavo las manos. Rocío Lysol en todo, luego busco un alcohol y aún fuera de casa procedo a limpiar uno a uno. La primera vez los lavé con agua y jabón pero arruiné varios, entonces cambié de técnica. Luego de limpiarlos, entro a casa, me meto al baño y me baño de pies a cabeza. La ropa que usé la lavo inmediatamente. Ya limpia yo, limpio el celular y entonces acomodo los productos en su lugar. Yo en mi vida había hecho algo igual.

Como todo eso ocurre antes de almorzar, acabo, por lo general, casi que al borde del desmayo por el hambre. Finalmente como.

Cuando termino todo eso me pongo a pensar en la gente que no cumple la cuarentena porque no les da la gana. Me da tanta pereza en el proceso para salir y entrar a casa, que me pregunto si a esos que andan en la calle, eso no les inquieta. Yo no soy paranoica y hace rato me he preocupado por la cantidad de información que vamos recibiendo, que aunque uno no quiera le causa cierto estrés.

También me acuerdo de las personas que venden soda y burundangas en el tranque. Cómo estarán si no pueden salir a buscar su sustento. A esos no culpo si los veo en la calle. ¿Y los que viven en las calles?

Yo no la he pasado nada mal en estos días de cuarentena, lo admito, pero en mi familia hay por lo menos (que yo sepa) unas 5 personas sin salarios en estos momentos. Tampoco les ha llegado ningún tipo de ayuda del gobierno.

Nadie estaba preparado para enfrentar una pandemia que ha infectado a más de 2 millones y ha provocado 130 mil 649 muertes en todo el mundo, según los informes de este 15 de abril. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha informado que cerca del 81% de la fuerza laboral mundial está detenida, ahí está toda mi familia de Colón y mis vecinos.

Es muy probable que una cajera de supermercado hoy tenga más ingresos que un gerente de un hotel, por ejemplo, o que cualquier asalariado con título universitario que haya sido enviado a casa por suspensión de contrato hasta pasada la crisis.

La OIT da otra cifra muy desalentadora: ellos prevén que 1,250 millones de trabajadores (el 38% de la población activa mundial) tiene un alto riesgo de perder su empleo, porque son parte de sectores que afrontan una grave caída.

En estos días le he tomado más aprecio y respeto a los productores de alimentos, a los que siembran y crían animales que luego son llevados a los supermercados. Esos que en muchas ocasiones cierran calles por la falta de apoyo, que nos muestran sus mermas porque no pudieron vender a tiempo o porque una plaga los afectó.

Cuando cayó la primera lluvia de esta temporada me acordé tanto de ellos y pedí que cayera el agua suficiente para que pudieran producir. No demasiado porque no queremos inundaciones en medio de una crisis tan fuerte.