viernes, 17 de julio de 2020

EL COVID, sus insensibilidades y las justicias de la justicia

EL COVID-19 y sus cosas. Hoy voy a pagar una multa por estar en la calle fuera de horario. Salí del trabajo a casa y me bajo en una parada en la que tomo un taxi para llegar a mi hogar. No tenía más efectivo (por descuido, por la razón que sea, por irresponsabilidad mía si así lo quieren decir). Decido intentar entrar al supermercado para sacar dinero del cajero. Había dos unidades de la Policía verificando a quienes entraban al supermercado.

Yo estaba fuera de hora porque mi horario para trámites es mucho más temprano (estaba en mi oficina a esa hora). Me dicen que no puedo entrar, explico que necesito efectivo para acabar de llegar a casa. Una de las unidades comienza a gritar. Me quedé sorprendida porque yo solo hice una pregunta. Cualquiera en la fila lo puede reafirmar. Esta persona estaba muy alterada, evidentemente por otras razones o harta de estar ahí parada, lo que sea. Yo le digo: por qué gritas, pues continuó gritando como si estuviera pasando algo muy fuerte. Al yo decirle eso, gritando dice: no te muevas que voy a llamar a la patrulla.

En realidad estaba ahí viendo cómo resolvía mi llegada a casa por la falta de efectivo. Es decir, en ningún momento me moví de donde estaba parada, a unos metros de donde ellos revisaban. Llega la patrulla y comienza a informar el suceso. Les pregunto que si puedo escuchar qué dicen de mí. Tenía la sospecha de que iba a decir algo que no era cierto para justificar que me llevaran, además de que no estaba en mi hora para hacer trámites pero sí contaba con mi permiso para movilizarme por trabajo (y en eso estaba).

Me encerraron en el patrulla y me dijeron que no podía escuchar. Me llevan a un Juzgado de Paz y allá nunca me dejaron explicar nada. La jueza me dice que una vez allí me tenía que multar por lo que había dicho la policía. Yo estaba intentando entrar a un supermercado fuera de hora y no fue que me puse brava ni entré porque sí. Solo indiqué que necesitaba efectivo. Al escuchar eso la jueza dice: yo mando a mi marido a hacer mis mandados, usted puede mandar a una persona. Yo le respondo: no tengo marido, soy la única adulta en mi casa. Me dice sorprendida ¿usted vive sola?, Sí, vivo sola, eso es raro. Me dice: no tiene otra familia acá. Pues tampoco. No veo cuál es el problema con eso. Encima me pregunta por el dinero y le digo que no tengo. ¿Pero usted estaba en el cajero?, indica. Le recuerdo que justo no me habían dejado entrar al cajero y que me había llevado a una Casa de Paz que queda lejos de mi casa y sin efectivo conmigo porque todo esto ocurrió en mi intento de obtener efectivo y que esa necesidad coincidiera con el mal humor de una unidad de la Policía.

Ella, apurada por salir (lo cual lo entiendo, yo siempre quiero irme pronto a mi casa) me dice que no hay otra opción que la multa y que no podía llamar a Nito y decirle: cambie el decreto porque esta señora no tiene quién le haga los mandados. Ella solo debe hacer cumplir el decreto.

Allá quedé yo, a muchos kilómetros de mi casa, sin cómo acabar de llegar. Al inicio de esto no tenía cómo llegar, ahora el problema se complicaba porque estaba mucho más lejos de casa (realmente lejos) y con una multa.

Excelente forma de protegerme del COVID-19.

Estoy impactada por la reacción de la joven policía que esa tarde del 15 de julio se encontraba en El Machetazo de Hato Montaña. Aún no sé qué hice para que ella descargara tal furia a una pregunta que podía ser respondida con un “no puedes”. Pero ante una pregunta sencilla, hubo un río de lava que tenía como certeza que nada iba a cambiar esa multa porque ella es la autoridad y punto.

Lo otro que me deja marcada es la poca mediación de la jueza de paz Beatriz de Hernández. Sus preguntas, sus respuestas, sus argumentos. Ella no conoce de gente adulta que pueda no estar casada, en ella no cabe la opción de que la gente que trabaja puede tener situaciones que se escapen de sus manos. Ella no está ahí para escuchar porque ella tiene muchos problemas, me dijo; y que ella puede contar sus problemas también. ¡Tremenda justicia y excelente sentido de sensibilidad!

Acá justificamos a los grandes corruptos y tiramos a la hoguera a la gente de a pie.

sábado, 11 de julio de 2020

Y la pandemia sigue

Admito que inicié esta pandemia bastante relajada, tranquila. Pude descansar y hacer actividades que en otras condiciones nunca tengo tiempo. Pasé más de dos meses en casa y por fin pude saborear de levantarme, desayunar con calma, encender la computadora, ver el trabajo, estudiar con los niños y cocinar lo que se me pasaba por la mente.

Tras dos meses de estar en cuarentena hice una publicación diciendo que realmente no era una tortura para mí. En casa tengo todo lo que necesito.

Eso no ha cambiado. En casa sigo teniendo lo mismo que hace 4 meses, afortunadamente. Adicional, ya no siento que me falta el aire con la mascarilla. Incluso ya no estoy en casa todos los días. Ahora salgo a trabajar y a mi rutina se vuelve a agregar el trayecto de casa a la oficina y las conversaciones laborales en físico.

En esta etapa ya tengo otro contacto humano adicional a mis hijos. Si me pongo a pensar en qué me hacía falta antes de esto, creo ese tipo de contacto humano no es precisamente lo que más extrañaba. Aclaro: mi trabajo me encanta.

Pero justo ya con más libertades es que llegó a mí el estrés, la angustia, un huracán de emociones. Realmente hoy digo: estoy harta del COVID-19.

Aunque salgo de casa todos los días, extraño a mis amigos, hablar con la otra gente linda que es parte de mi vida y que desde hace más de 4 meses no abrazo, no beso, no aprieto.

Entonces las noticias no ayudan mucho. Aunque soy periodista no soy muy fanática de los noticieros en estos días. No obstante uno no puede escapar de ellas y menos siendo parte del medio. Cuando leo que la OMS dice que estamos lejos de superar esta pandemia realmente quiero llorar.

Mis amigos solo hablan de cuándo acabará todo esto, cuándo abrirán los aeropuertos para cruzar libremente fronteras. En medio del COVID surgen o se exponen más otras necesidades que solo alimenta sus angustias y las mías.

Sigo considerándome afortunada. Aunque esta semana que pasó llegué a acumular tal nivel de estrés que me dolía el cuello y la espalda. Soy de las que pienso que gran parte en esta vida depende la actitud… hasta cuando la actitud se encuentra con la vida real.

Cuando ya estaba con el vaso lleno y la ansiedad me estaba quemando decidí buscar un desahogue. El viernes me preparé una bebida rica y me acosté en una hamaca que recién compramos y simplemente dejé que el tiempo pasara. En eso converso con un amigo que me contó de una fiesta virtual. Me pareció atractiva la idea.

Llegado el sábado realicé mis rutinas de siempre, la limpieza, las tareas, las clases virtuales de los niños y cuando fue cayendo la tarde alisté todo para la fiesta. Con la casa en orden, entró la noche y me arreglé con la misma emoción que cuando iba a una disco. Me peiné, maquillé y vestí (no me puse zapatos). Me mentalicé en rumbear desde la sala de mi casa, frente a la cámara de la laptop, pero a rumbear.

A las 9 la música era atractiva pero no muy estrepitosa. Había ambiente. Luego fueron fluyendo los ritmos y la mente y el cuerpo entrando en calor. Canté y bailé hasta las 2:30 de la madrugada.

Al amanecer, como cada domingo, alisté todo para la reunión de la iglesia. Es la reunión virtual más importante desde que inició la pandemia. No se compara con la fiesta de la noche anterior. Ahí se siente un gozo muy especial, una conexión vital. Para esto los niños y yo nos vestimos como si tuviéramos que ir al culto en la capilla. También me maquillo y a veces me arreglo el cabello.

Acabado el culto suelo tener una especie de receso, en el que no hago nada. Otra vez aproveché para estar en la hamaca. Entonces llegó otra cita social. Un concierto de música clásica. Admito que no era una idea que me atrajera mucho. Yo en el año voy a decenas de conciertos de música clásica y los disfruto porque veo a gente conocida, saludo, converso a la salida o a la entrada y verlo en vivo tiene un significado para mí.

No me imaginaba frente a una computadora o con mi celular en mano escuchando música clásica. Pero como teníamos los boletos, cumplimos con colocar la transmisión privada. Fue majestuoso, no me di cuenta del paso del tiempo. Los disfruté tanto. Por supuesto las músicos son unas verdaderas eminencias, lo que provocó esa sensación tan fuerte en mí.

Luego salí a recoger una ropa y fue el cierre con broche de plata: la preciosa luna llena.

Atrás quedó todo el estrés y carga emocional que había acumulado. Me sentí repuesta absolutamente.

Después llegó el lunes, la oficina y las mismas historias tan humanas, tan complejas y puntiagudas, que aunque uno planee que no lo afecte, pues acaba siempre con esos problemas ajenos en la mente.

El deseo del fin de la pandemia, aunque válido, es irreal por el momento, entonces con que llegue el fin de semana me da algo de fuerza porque me puedo desconectar un poco de ella. Me meto en mi burbuja e intento recargar para sobrevivir.

domingo, 19 de abril de 2020

Otra vez el jengibre como buen remedio

Té de jengibre y papaya.

Hoy es el día 42 de la pandemia COVID-19. Hay cuarentena total. Nadie puede circular. Fue el 20 de marzo que se ordenó la paralización de las actividades a nivel nacional, esto incluyó el cierre de todo movimiento comercial, exceptuando aquello considerado como prioritario en medio de esta crisis sanitaria.

Hoy por fin pude conversar un rato con mi amiga Amaia, quien vive en Francia. Después de emocionarnos unos segundos por vernos a través de una llamada por video, era casi obligatorio que ella me conversara de su estado de salud.

Amaia fue una más de las 2 millones 334 mil 123 que han dado positivo en todo el mundo, una de los 150 mil de Francia. Como la mayoría de las personas, ante esta novedad, cuando ella sintió los primeros síntomas pensó que era un resfriado común.

Esta jovencita francesa es de origen africano. Esto hace que su familia guarde ciertas prácticas más naturales a la hora de buscar un remedio para algún malestar.

Al tener dolor en la garganta, Amaia se bebió unas infusiones de jengibre, cebolla y ajo. Cuando lo hizo sintió un rápido alivio en ese área. Pero aunque el dolor desapareció, comenzó a presentar elevadas fiebres, por cinco días seguidos. Se sentía muy débil. Fue entonces que sus padres la llevaron al hospital. La diagnosticaron como COVID-19 positivo, los médicos hicieron la aclaración de que lo peor ya había pasado y el comportamiento del virus en esa etapa sería más leve. Le recetaron unos fármacos y la mandaron a casa.

Francia registró, hasta hace pocos días, 19 mil 329 fallecidos por este nuevo mal. Al igual que acá, están prohibidas las aglomeraciones, hay restricciones. De hecho esta llamada como Amaia se había retrasado porque ella, desde el inicio de la cuarentena debe atender clases virtuales de su universidad y le dejan tanto trabajo que acaba agotada por sus jornadas.

Pero sigamos con la experiencia médica. Mi amiga, además de sus recetas de farmacia para combatir el virus, continúo tomando las mismas infusiones de jengibre, cebolla y ajo que hizo al inicio. Ella asegura que después de beberlas se sentía más compuesta, que cuando solo ingería los medicamentos. De acuerdo con su experiencia, algún efecto fortalecedor tenía esa bebida caliente en su organismo.

Amaia me contó, muy segura de sí, que ella cree que estos remedios caseros pueden tener una alta efectividad para combatir este aún poco conocido virus. Lo dice así porque eso fue lo que sintió al comparar ambas opciones.

Le pregunté si solo ella fue diagnosticada como positiva en su familia. A sus padres nunca le hicieron la prueba, pero llegaron a sentirse igual que ella al principio y procedieron a tomar las mismas infusiones aprendidas en su sitio de origen. Allá, donde a diferencia de la gran París, aún se cultiva la tierra y se depende tanto de ella, incluso a la hora de buscar sanación. Los malestares de ellos no pasaron a mayores.

Amaia no es científica ni nada parecido. Solo es una afectada más, que aunque se llegó a sentir muy débil, se pudo recuperar. Ahora dice que la gente debe saber que no es mala idea tener presentes las recetas de los abuelos, porque para ella, eso fue lo que la hizo sentir mejor.

jueves, 16 de abril de 2020

Reflexiones en medio del COVID-19

Escrito por Dayana L. Rivas Ch. Finalmente llegó día en que todos debemos llevar una mascarilla puesta si vamos a salir de casa. Por lo menos es el requerimiento que han hecho los supermercados para dejar que uno entre. Entonces es común que en la calle todos vayamos con el nuevo accesorio.

Debía salir por pan este 15 de abril, sí, el Día del Arte y también fue un 15 de abril lo de La Tajada de Sandía (1856). Ya en esta fecha también se tienen limitaciones para la movilidad. Lunes, miércoles y viernes salen las mujeres y martes, jueves y sábado, los hombres. Aunque el fin de semana pasado decretaron aislamiento total para todos. Durante sábado y domingo nadie pudo salir.

Mi hora de hacer mandados es 12:30 del mediodía a 2:30 de la tarde. Eso es otro detalle, las personas podemos salir según un horario organizado de acuerdo al último número de cédula. Tengo exactamente dos horas para estar en la calle. Ese tiempo lo debo usar para algo muy necesario, en mi caso, como lo dije, debía intentar lograr algo de pan.

Yo salí el viernes pasado, pero por alguna razón en el supermercado no había pan. Entonces, sin muchas ganas de exponerme por el protocolo que representa salir y entrar a casa, decidí aventurarme una vez más para ver si esta vez sí tenía suerte.

No soy paranoica pero no quiero averiguar qué se siente estar contagiada con COVID-19, mucho menos quiero saber qué tal la pasarán mis hijos si llegasen a verse afectados. Preferiría no estar fuera de casa. Sin embargo hay que ir por comida. El asunto es que como hoy no tengo acceso a un auto, debo usar el transporte que hay en las calles.

Desde hace días vengo pensando que los taxis deben ser excelentes transmisores del virus, porque pasan llevando a distintas personas, manejando dinero que viene de manos que quizás no se hayan lavado bien. En fin, en mi mente veo a estos vehículos con millones de microscópicos cuerpos esperando pegarse a alguien para enfermarlos.

Con esta película en mente tomé la decisión de caminar hasta el supermercado para evitar ese foco de contagio. Mascarilla puesta, los zapatos de salir (que desde que inició esto no entro nunca a casa y son los únicos que uso) y con música empecé mi trayecto de 30 minutos.

Recuerdan mi hora de salida: 12:30 p.m. Sinónimo de pleno sol. Soy buena caminadora, me encanta, aún con sol. Pero llevaba puesta mi mascarilla por seguridad (no vaya a ser que pasara alguien al lado y me estornudara) y no había avanzado ni un kilómetro cuando sentía que me hacía falta el aire, además el sudor me corría a chorros por el rostro. Casi que pensé que me desmayaría, mas no me atrevía a quitarme la mascarilla, además que me parece de lo más imprudente tocarla.

El camino se me hizo más largo de lo habitual. Iba repasando la lista. Como nunca, jamás he sido organizada, anoto lo que voy a buscar para no olvidar nada. No quiero volver a salir de casa.

Panamá Oeste es uno de los sectores con más casos de coronavirus, 780 según el reporte de este mismo 15 de abril, a 38 días de anunciado el primer caso en Panamá. En el país hay 3,751. Lo que más me preocupa es el número de muertes, 103. Cierto es que no hemos llegado a los niveles de Wuhan, donde inició la pandemia, ni a los de Italia donde las defunciones alcanzaron centenares, lo mismo que en España y ahora también en Estados Unidos, no obstante esos 103 a mí me parecen mucho.

Dicen los médicos que todos esos casos presentaban un historial clínico comprometido por alguna enfermedad. Pero yo solo pienso en que esos 103 sobrevivieron a otros virus, a otras situaciones, y llega un virus que fue anunciado como de “baja letalidad” y les quita la vida en pocos días. Hay quienes han muerto en sus casas, no les da ni para llegar al hospital.

Se ha dicho que tiene un impacto muy leve en niños, en personas jóvenes en general. Acá en Panamá ya murió una niña, una de las pocas en ese rango de edad en el mundo. Tenía varias o complicaciones, anunciaron los médicos. Igual me queda la angustia.

Completados con éxito los 30 minutos de sol, en la entrada del supermercado una persona me pide mi cédula para asegurarse que es mi hora y además me toma la temperatura, para verificar que no tenga fiebre, uno de los síntomas del COVID-19. La verdad pongo en duda un poco eso del termómetro porque ni acaban de apuntarle bien el escáner y ya lo van pasando y midiendo a otro.

También hacen que me ponga alcohol en las manos antes de entrar. Pensando en quién habrá tocado la canasta antes que yo, tomo una y voy a buscar mis productos rápidamente. Antes de seleccionar el pan pienso en quién lo tocó antes. Ni modo, tengo que llevarlo. Así aplico el mismo ritual ante cada cosa que debo llevar.

En la caja no quiero tocar las manos de la cajera, tampoco quiero que un empacador me ayude. No lo digo ni expreso de ningún modo. Con resignación tomo mi bolsa y salgo, agradeciendo a la fortuna que no tuve que hacer fila para entrar al supermercado. Usualmente hay una hilera de personas en la entrada porque solo puede estar un número pequeño de clientes dentro, para evitar las aglomeraciones.

Pienso en que quizás la gente no tiene dinero para hacer sus compras. Muchas empresas, al anunciarse la cuarentena obligatoria para la mayoría de la población, se acogieron a un decreto que permite la suspensión de contratos a su personal. Esto indica que los mandan a casa y no tienen que pagarles sus quincenas porque en esos días no están trabajando.

La población en esa condición ha sido inscrita a un programa llamado Panamá Solidario, con el que el gobierno distribuye bolsas de comida o bonos (80 mensuales) para que puedan sobrevivir. Los bancos anunciaron medidas “flexibles” para apoyar a sus clientes en estas condiciones. También se habla de rebajas en la tarifa eléctrica.

Hay quienes piden la suspensión de todos los pagos. Yo pienso que los bancos nunca pierden. Todo lo que uno deje de pagar, lo van a cobrar con todo e interés.

En la salida del supermercado dude en volver a caminar. No lo hice. Pensé que acabaría desmayada a medio camino y de pronto perdería mi mercancía. Sin muchas ganas tomé un taxi.

Al llegar a casa inicia el ritual de desinfección. No toco la puerta. Mis hijos me abren, pongo los paquetes afuera y me lavo las manos. Rocío Lysol en todo, luego busco un alcohol y aún fuera de casa procedo a limpiar uno a uno. La primera vez los lavé con agua y jabón pero arruiné varios, entonces cambié de técnica. Luego de limpiarlos, entro a casa, me meto al baño y me baño de pies a cabeza. La ropa que usé la lavo inmediatamente. Ya limpia yo, limpio el celular y entonces acomodo los productos en su lugar. Yo en mi vida había hecho algo igual.

Como todo eso ocurre antes de almorzar, acabo, por lo general, casi que al borde del desmayo por el hambre. Finalmente como.

Cuando termino todo eso me pongo a pensar en la gente que no cumple la cuarentena porque no les da la gana. Me da tanta pereza en el proceso para salir y entrar a casa, que me pregunto si a esos que andan en la calle, eso no les inquieta. Yo no soy paranoica y hace rato me he preocupado por la cantidad de información que vamos recibiendo, que aunque uno no quiera le causa cierto estrés.

También me acuerdo de las personas que venden soda y burundangas en el tranque. Cómo estarán si no pueden salir a buscar su sustento. A esos no culpo si los veo en la calle. ¿Y los que viven en las calles?

Yo no la he pasado nada mal en estos días de cuarentena, lo admito, pero en mi familia hay por lo menos (que yo sepa) unas 5 personas sin salarios en estos momentos. Tampoco les ha llegado ningún tipo de ayuda del gobierno.

Nadie estaba preparado para enfrentar una pandemia que ha infectado a más de 2 millones y ha provocado 130 mil 649 muertes en todo el mundo, según los informes de este 15 de abril. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha informado que cerca del 81% de la fuerza laboral mundial está detenida, ahí está toda mi familia de Colón y mis vecinos.

Es muy probable que una cajera de supermercado hoy tenga más ingresos que un gerente de un hotel, por ejemplo, o que cualquier asalariado con título universitario que haya sido enviado a casa por suspensión de contrato hasta pasada la crisis.

La OIT da otra cifra muy desalentadora: ellos prevén que 1,250 millones de trabajadores (el 38% de la población activa mundial) tiene un alto riesgo de perder su empleo, porque son parte de sectores que afrontan una grave caída.

En estos días le he tomado más aprecio y respeto a los productores de alimentos, a los que siembran y crían animales que luego son llevados a los supermercados. Esos que en muchas ocasiones cierran calles por la falta de apoyo, que nos muestran sus mermas porque no pudieron vender a tiempo o porque una plaga los afectó.

Cuando cayó la primera lluvia de esta temporada me acordé tanto de ellos y pedí que cayera el agua suficiente para que pudieran producir. No demasiado porque no queremos inundaciones en medio de una crisis tan fuerte.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Sí nos gusta leer

Las complejidades sociales de mi entorno se me han puesto en la nariz. Aquí cerquita, como para que no se me olvide que siempre han estado ahí y para demostrar que hay diversos caminos para transitar cuando ellas están cerca.
Mientras pareciera que la delincuencia organizada va trascendiendo los límites que consideraba distantes, a la par he sido actor y testigo de que a la gente de todos lados, la de mis barrios colonenses, quieren vivir bien... Y no de gratis.
Un papá joven, con un acento que solo sentimos familiar quienes hemos vivido en el "guetto", me dio suficientes herramientas para sustentar lo que yo sé: los que vivimos al margen de las comodidades y facilidades de una sociedad justa también apreciamos la buena educación.
En un principio este muchacho llevaba a su hija a ponerse unas vacunas, aprovechando que se había montado una feria en Altos de los Lagos, a propósito de una visita presidencial en el sector. Al lado de la tolda de MINSA estaba estacionado el bibliobús. Yo lo invité a dejar ir a la niña a leer cuentos. Primero se subió ella, quien quedó fascinada ante la variedad de libros. Al rato su padre fue a buscarla, pero al ver que su hija estaba realizando un taller, él quedó ayudándola.
Al verlo ahí, en el piso del camión lleno de libros, disfrutando con su niña me llenó de esperanza el alma. Más aun cuando me preguntó cómo podía hacer para conseguir un trabajo con nosotros. Eso fue música para mi alma. 
Lo corroboro una vez más, el mejor promotor de lectura que he conocido ha sido el bibliobús. Es un atractivo para todo tipo de entornos y situaciones sociales. Donde llega cae bien. 
En el caso de Altos de los Lagos en Colón, no sólo ese padre fue el único interesado. Algunas madres pasaron horas al lado de sus hijos recibiendo talleres de incentivo. 
Al igual que ellos, fueron muchos los jóvenes que llegaban y pareciera que no podían parar de leer. Acababan un libro y pedían otro al instante. 
Como el número de usuarios no paraba de crecer, decenas esperaban su turno. 
Una y otra vez, gracias al bibliobús, dejamos de lado el mito de que "al panameño no le gusta leer". Siempre que llegamos a las comunidades, populares, campesinas, donde quiere que estemos, allá la gente ve con alegría los libros y quieren seguir leyendo. 
A mi parecer, la gente no lee porque no tiene acceso a libros interesantes. Nadie quiere que le obliguen a comer algo que no le gusta. Es entonces cuando las bibliotecas son un gran bufet, en el que cada quien debería tener acceso a él y así seleccionar sus bocadillos favoritos.

lunes, 13 de enero de 2020

Los senderos del bibliobús

La Chapa, Carriazo y Juan Gil

Publicado por El Digital Panamá

Dayana L. Rivas Ch.

La encargada del bibliobús, Anayansi Barrantes, vuelve a revisar su cuadro de trabajo mensual. Antes del mediodía debe haber desarrollado su plan de promoción de lectura en aquellas comunidades en las que los niños no tienen acceso a bibliotecas.

Entre las escuelas que debe visitar están La Chapa, Carriazo y Juan Gil. Para poder cumplir con la agenda dispuesta, la hora de salida desde el Parque Recreativo Omar Torrijos no debe superar las 7 de la mañana.

Justo por la falta de recursos que enfrentan estos estudiantes, sus docentes han creado una dependencia a herramientas de apoyo educativo, como es el caso del bibliobús.

En esa mañana (que puede ser un día cualquiera de Anayansi y el señor Carlos), el camión lleno de libros se aleja de los rascacielos, en media hora pasa por los barrios de la periferia y pronto las orillas de la carretera dejan de ser edificios para darle paso a la vegetación.

El cielo estaba nublado.

—Tenemos que salir de allá antes que caiga ese aguacero, avisa el conductor.

Mientras más avanzaba el vehículo, más árboles poblaban el paisaje. A lo lejos, la masa verde se presentaba imponente. Uno se olvida de que se está en el distrito capital.

—Vamos a donde está esa última montaña, informa el chofer a quienes por primera vez participaban del recorrido.

Cerca de la 8 de la mañana el bibliobús subió una pendiente empinada y bajó hasta la orilla de un río e hizo sonar su bocina. Segundos después, niños entre 6 a 12 años cruzaban corriendo un puente colgante, acortaban paso por un sendero de tierra y llegaban a la biblioteca móvil.

—Se sacuden el lodo de los zapatos, grita Anayansi, procurando que las alfombras de su herramienta de trabajo salgan lo más limpias posible de esta primera jornada. Después de esta parada, tocaba pasar Carriazo y Juan Gil, otras dos escuelas multigrado del área Este de la capital panameña.

En ese momento inicia el proceso de entrega y renovación de préstamos. Anayansi revisa las tarjetas de control que hay en cada libro que le entregan, las marca y los usuarios buscan otro ejemplar entre los anaqueles repletos de literatura infantil y juvenil.

El procedimiento es muy distinto al utilizado en cualquiera biblioteca automatizada de esta era, donde con un escáner y unos “clicks” se lleva la información de los préstamos directo a la computadora.

De hecho, aunque el resto del distrito las computadoras son algo cotidiano para muchas personas, para los niños de La Chapa sigue siendo algo conocido porque todos hablan de ellas pero ajenas a su día a día.

No cuentan con internet y ni siquiera hay cobertura constante para la señal de telefonía móvil.

De a uno a uno van saliendo del camión y regresan por el mismo puente a la escuela que, según describen, está muy cerca del río, pero que no está a simple vista.

Ese centro educativo es uno de los 1,954 multigrados que existe en todo el país. Lorena Castillo es la directora y única docente de esta escuela. Única maestra por la baja matrícula, de acuerdo a su explicación.

El Ministerio de Educación implementa el mecanismo de aulas multigrado en comunidades donde hay población estudiantil pero por diversas razones como la baja matrícula, dificultades para nombrar a los docentes, entre otras circunstancias, se deba tomar la decisión de hacer responsable a un educador de dos o más grados. El caso de esta escuela tiene relación directa con lo pequeña que es la comunidad y su ubicación.

En esos trece niños, la maestra tiene estudiantes que van de primero a sexto grado (este año no hay de tercer grado), que provienen de familias cuya economía está cimentada en la actividad agropecuaria, lo que supone empleos informales en esta misma rama.

Este poblado de cerca de 60 casas, inmerso en las tupidas montañas del Este de la provincia de Panamá, está en el corregimiento de San Martín, aquella región famosa por sus balnearios.

En esa mañana, después de que cada una seleccionara su nuevo libro, se lleva a cabo el siguiente paso del programa, que consiste en la lectura de alguna obra corta. Esto estimula el deseo de leer de los estudiantes, les muestra las aventuras que pueden guardar las páginas de cuentos y novelas.

Anayansi atraviesa el puente colgante que pasa sobre el río, el mismo que usaron los niños para llegar al bibliobús, entra a la única aula de la escuela, que en esa ocasión se encuentra en penumbras. No hay luz.

En La Chapa la mañana había transcurrido sin electricidad, no había abanicos para refrescar el aula, pero no dar clases es algo que no había pasado por la mente de ninguno de los afectados. Aquello que es indispensable para las personas que viven en las ciudades, para ellos puede ser lo cotidiano.

Justo después de mostrar a los visitantes el huerto plantado por los mismos estudiantes como parte de su formación, los niños y niñas fueron llamados al comedor donde se encontraban 12 cremas servidas. Antes de inclinar las tazas a sus labios un coro elevaba una oración pidiendo una bendición. La rutina en esa mañana sin energía eléctrica continuaba como todos los días, el calor y la penumbra no interrumpió ni el desayuno.

Una vez quedaron vacíos los recipientes volvieron al aula y Anayansi comienza a contar la leyenda de Mariana del Monte. En esta ocasión narra algo panameño para citar hechos o lugares relaciones con la Ciudad de Panamá. Los niños y niñas se mantienen atentos y al final participan animadamente del análisis incentivado por la contadora de historias.

Una vez culminada la sesión, la maestra Castillo se apresura a comprometer a Anayansi a volver pronto. En lo que hablan de proyectos a corto plazo, pasan a otro salón en donde se tiene planificado montar una biblioteca. Hay algunos muebles y unos libros académicos (nada de literatura), hasta las cortinas compraron, mas tienen un nuevo reto: espantar a unos murciélagos que invaden el lugar. Mientras se resuelve esta situación la visita del bibliobús sigue siendo una prioridad.

Después de cruzar una vez más sobre el río, que ya en ese momento se vaticinaba que podía crecer con el aguacero que había empezado a caer más arriba, los pasajeros del bibliobús lo vuelven a abordar y bajan de la montaña.

Diez minutos después están en Carriazo, otra de las escuelas multigrado del sector. La parada es breve, solo ajustan las agendas para una siguiente cita y la ruta continúa.

A orilla de una vía principal se encuentra la escuela de Juan Gil, allí hay 83 estudiantes matriculados en este 2019, que son manejados por 3 docentes de grados, entre ellos tres está incluida la directora Silvia Cianca.

A diferencia de las escuelas ubicadas en el área urbana, estos tres centros educativos están en medio de un entorno rodeado de jardines bien cuidados (por los propios niños, padres y docentes), paredes limpias y bien pintadas. En el caso de Juan Gil, tras una jornada de responsabilidad social de una de las empresas más grandes del país, su fachada fue decorada con hermosos murales, además de lograr arreglos en los baños y se le proporcionaron otros insumos.

Si bien la infraestructura es importante en el proceso de aprendizaje, hay otros factores que pesan más, aseguran investigadores como la doctora Nadia De León, quien también es parte de los profesionales que han abordado junto a Julio Escobar los datos panameños sobre educación.

La brecha de desigualdad en la educación no se cerrará con jornadas de pintura. La receta está en las universidades, asegura Escobar, pues es donde los responsables de las aulas aprenden a educar.

Contrarrestar los resultados que miden el nivel de la educación es una tarea difícil para La Chapa, Juan Gil y Carriazo. Sin acceso a libros, ni académicos ni de literatura, algo que para cualquiera que intente instruirse es básico, ¿cómo se elevan los niveles de competencia en lectura? Ni siquiera las escuelas oficiales del área urbana se han acercado al promedio internacional y las rurales se ubican en la franja del promedio inadecuado.

Mientras los estudiosos del tema siguen haciendo sus recomendaciones y PISA, CRECER, TERCE y todas las pruebas que aparezcan continúen indicando en porcentajes comparativos la situación del sistema, los niños y niñas de La Chapa, Juan Gil y Carriazo (y muchas otras escuelas que forman parte de este programa) siguen esperando el bibliobús. Para ellos el pito del camión les suena a diversión (la maestra debe suspender sus clases regulares para que ellos escuchen cuentos) y para la maestra es una especie de conforte que viene a abrigar los esfuerzos que hace por enseñar en un lugar donde escasean los libros.