martes, 18 de octubre de 2016

Santa Isabel, hogar de la finca acuamarina más grande del mundo

Cada año, Panamá exporta entre 1500 a 1700 toneladas de cobia, un pez originario del Caribe. Esta producción es criada en mar abierto en la costa colonense, en uno de los proyectos de siembra en agua salada más importantes que se han desarrollado. Se le considera pionero en la técnica empleada.

Publicado en revista Tacita C3
Los pueblos de la Costa Arriba de Colón suelen mostrarse solitarios. La vida, el jolgorio del costeño se evidencia durante los fines de semana y más en los días de fiesta. La cotidianidad son hombres y mujeres ancianos, algunos niños, el sol, las palmeras y sus cristalinas aguas seduciendo a la arena o coqueteando con los botes de los pescadores.

Pero en Viento Frío y Miramar, en el distrito de Santa Isabel, el pez cobia está haciendo la diferencia. Estas comunidades están compartiendo su rutina con un emprendimiento científico, que es reconocido como el primero en su clase. De estos pueblos, todos los años salen entre 1500 a 1700 toneladas de este vertebrado marino para unos 14 países, distribuidos entre América, la Unión Europea y parte de Asia.

A 12 km de la playa de Miramar se encuentran 21 jaulas de 25 metros de alto por una circunferencia de 36 metros. Ellas son parte de la finca acuamarina más grande del mundo llamada Open Blue. En este espacio nadan con facilidad y libre de estrés los peces mencionados.

No fue casualidad que se eligiera este sitio para un proyecto cuya inversión es de unos 90 millones de dólares. Se trata de Panamá y de su estable Caribe.

Brian O´Hanlon, un joven neoyorkino, fue el de la gran idea. Desde niño estuvo obsesionado con el cultivo de peces y luego de mucho estudio llegó a suelo canalero. Deseaba hacer su sueño realidad: criar peces, pero de manera responsable.

Sabía que su plan de colocar enormes jaulas en mar abierto debía realizarse en un sitio como Panamá, país con un historial meteorológico bastante sereno, con un sistema logístico envidiable y con una economía fiable.

Siendo la cobia nativa del caribe, literalmente, estaría como pez en el agua en las cercanía de Miramar.

En el 2007 arrancó la empresa, que cuenta con capital extranjero y panameño, y que de sus colaboradores, el 70% es colonense y sobre todo nativo del lugar donde operan. Sacaron ventaja de ese amor nato que estas personas tienen por el mar y les agregaron el conocimiento científico. Esto último es imprescindible tomando en cuenta que la meta es poner en el plato un pez de calidad y con parámetros medidos al 100%.

La reinvención de la pesca

La cobia es muy gustada en Miami, pero su historia antes de ser fileteado por el chef inicia en Viento Frío. Allí está la otra parte de la finca, que es donde inician los 13 meses de cultivo. En enormes tinas se siembran los huevos, donde permanecen por 3 meses. Una vez cumplido este tiempo son enviados a la base terrestre de Miramar, de donde parten a mar abierto.

Las cobia pasan entre 9 a 10 meses más en las gigantescas jaulas, donde pueden nadar, donde son alimentados y donde son bañados por una corriente marina que favorece el sabor de su carne y potencia sus nutrientes.

De acuerdo con Javier Visuetti, microbiólogo de la compañía, este método beneficia la salud del producto que se cría y protege los mares, ya que esta actividad se realiza lejos de ecosistemas sensitivos. Así mismo las profundidades que utilizan son más saludables para este animal porque no acumulan desperdicios, contrario a esto, son diseminados por los volúmenes masivos de agua que pasan por donde están colocadas las mallas.

Durante este tiempo estos peces son monitoreados. Se registra la cantidad de baños, sus vacunas, las enfermedades que padecen y los días exactos que son movilizados.

Desde el momento en que se cosechan hasta cuando están en la cocina en Estados Unidos pasan unas 36 horas. La consigna de esta empresa es entregar un producto fresco, por lo que lo mantienen a una temperatura muy baja sin llegar a congelarlo.

Estos pescados llegan a sus compradores con una etiqueta que cuenta su historia. A través de un código se identifica el lote al que pertenecen y al ingresar a la página web de la empresa se encuentran todos los detalles. Es lo que los científicos llaman trazabilidad.

Un ejemplo para el mundo

Santa Isabel se ha convertido en un sitio de referencia mundial en cuanto a la búsqueda de soluciones alimentarias para la humanidad. No es un secreto que cada vez se agudizan más los problemas del hambre en los pueblos y la tierra parece no aguantar.

Entonces, sembrar en el mar, como se hace en esta costa colonense no es una idea tan descabellada, sobre todo porque se hace énfasis en la sostenibilidad ambiental. La fórmula desarrollada garantiza que todas las semanas del año haya una pesca efectiva.

Además, esta iniciativa también supone empleo digno para un gran porcentaje de lugareños, lo que ayuda al costeño a mantenerse en el lugar al que pertenece, cerca de su familia y de su entrañable mar.

¿Cuándo dejó de brillar la tacita?

Observar la ciudad de Colón es como mirar a una mujer vieja, en la que sus rasgos describen que un tiempo atrás fue muy bella. En el caso de este territorio caribeño, su historia cuenta que fue hermosa varias veces y quedó en ruinas muchas otras. Durante la construcción del ferrocarril, a inicios de la época republicana, en la era de las fuerzas armadas estadounidenses, cuando inició la Zona Libre y ahora, la realidad mantiene cierta similitud: no han dejado de existir los segmentos malolientes y descuidados y los edificios firmes y bien mantenidos. Para cada estilo de viviendas siempre se ha tenido claro su población.

Crónica publicada en la revista Tacita C3
La “Tacita de Oro” bien puede llamarse la “Tacita resiliente”. Aquí el mitológico ave Fénix se ha levantado una y otra vez de sus cenizas. En sus primeros 100 años los medios de comunicación de la época registraron unos 50 incendios. Con esto queda claro que nunca las tuvo fácil la ciudad que se levantó sobre una isla pantanosa, en la que hoy hay unas 55,069 viviendas.

De hecho, cuenta Max Salabarría Patiño en su obra La ciudad de Colón en los predios de la historia, que la actual ubicación no había sido la primera opción para la Compañía del Ferrocarril, sino la Bahía de Portobelo. Pero ocurrió que un empresario compró intencionalmente unas tierras justo por donde debía pasar las líneas paralelas, pretendiendo venderlas a un precio muy alto a los que construirían la terminal férrea.

Estos se decidieron por otro terreno pegado al mar en el que tuvieron que negociar con un capitán navío cubano, de origen inglés, quien, de acuerdo con las investigaciones de Salabarría, fue el primer habitante de la isla de Manzanillo. Él se había dedicado a cultivar plantas, aproximadamente desde 1831. A este personaje le compraron las tierras, que hoy son ocupadas por unos 206, 553 personas(según el último Censo de Población y Vivienda), por mil pesos. Salvo las plantaciones del capitán, allí solo habían manglares y sus inseparables mosquitos. Estos no sospechaban que serían los anfitriones de habitantes de todos los rincones del mundo.

Fue el 2 de mayo de 1850 cuando los ingenieros estadounidenses John C.Trautwine y James L. Baldwin entraron a la deshabitada isla, con media docena de macheteros. Esto indica que los primeros habitantes fueron los empleados de la vía férrea, quienes no tenían mentalidad de fundadores, señala Salabarría en sus investigaciones, clasificándolos como población flotante; ya que así mismo fueron llegando otras personas por sus propios medios e intereses, que no tenían en mente echar raíces. Iban y venían, algunos se reproducían. De esa forma la ciudad fue creciendo, pero siempre de forma aislada a lo que pasaba en el resto de la nación e incluso del Istmo. Realidad no muy distante del pasado reciente ni de la actualidad.

Ya para el año 1851 el territorio insular, con unos mil pobladores y 60 edificios, se había unido con tierra firme. Entonces para 1852, la concesión hecha por el gobierno de Nueva Granada a William Aspinwall, John Stephens y Henry Chauncey para edificar un camino de rieles, ya tenía su ciudad terminal con nombre establecido: Colón, en honor al almirante genovés que, de acuerdo con el historiador estadounidense Samuel Eliot Morison, pasó la Navidad de 1502 hasta el Año Nuevo de 1503 anclado frente a lo que hoy se conoce como Coco Solo.

Los nuevos habitantes

Cuando ya habían pasado 25 años desde su fundación, residían 4 mil personas de manera permanente, quienes desde el inicio tuvieron una marcada diferencia, plantea el historiador Ernesto J. Castillero R., en su libro La isla que se transformó en ciudad. Estos estaban divididos en dos barrios. El de los blancos, compuesto por jefes y funcionarios de la compañía del Ferrocarril, ubicados en suelo alto, firme y seco, en casas de madera, calicanto o ladrillos.

El otro era el de los jornaleros (negros y gente pobre), a quienes les construían hileras de casuchas rústicas, hechas con tablas y zinc, paralelas a la estación del ferrocarril, sobre el pantano.

Esto último quizás no dista mucho de lo que vivió José Félix Ávila. Él llegó al mundo mientras su madre residía en un paupérrimo vecindario levantado en la entrada de la ciudad, a mano derecha, lo que se conocía como Folk River. Debajo de los pisos lo que existía era un terreno viscoso, maloliente, lleno de desechos, bastante similar a lo que experimentaban esos trabajadores menos privilegiados en la época de la Compañía del Ferrocarril.

Lo cierto es que desde sus inicios la Isla se constituyó como un centro internacional. Así como en antaño, este hombre fue testigo de la actividad que realizaban judíos, árabes, indios, chinos y hasta europeos. Es que ésta era la puerta de entrada al país, describió Castillero en una de sus recopilaciones. En sus albores se reunían en sus calles comerciantes, mineros, caballeros de industria o simplemente aventureros, detallan los diarios de mediados y finales del siglo XIX.

Cabe destacar que los primeros palacetes fueron de los franceses, quienes en la época de su canal dieron forma al barrio de Cristobal, donde el mismo Fernando de Lesseps hizo construir una hermosa mansión. Después de esto, las casas bonitas eran ocupadas por los estadounidenses y, en un pasado más cercano, por los empresarios más afortunados.

Entre llamas y reconstrucciones

Ernesto Castillero, en sus estudios, asegura que esa bella Colón que todos recordamos y añoramos fue producto de la época republicana. En el año 1958, cuando nació José Félix aún quedaba evidencia de esa era de oro. La exisla y sus calles se mostraban elegantes y pulcras. Esta era una realidad a medias, como la historia demuestra que ha sido. Siempre se han dado dos caras: la de las casas dignas y la de él, a quien le tocó la realidad contraria, cuadros casi que de cartón, parchados por arriba y por abajo. Lo cierto es que solo le bastaba dar un par de pasos para andar por avenidas limpias y edificios que se levantaban con arrogancia. Esa era la Tacita.

Los recuerdos de niñez de este colonense eran correctos, es que solo había pasado 20 años desde cuando se dio una de las tantas reconstrucciones. En abril de 1940 un fuego, que inició en calle 6, consumió 24 cuadras y 293 edificios. De los 50 incendios contados en los primeros 100 años de ciudad, seis se describen en los periódicos como de gran magnitud.

Lo que refleja que las viviendas en mal estado y la miseria han sido parte de la historia de Colón, por más que haya tenido sus momentos de gloria.

Justo después de 1940, narra Salabarría, fue cuando se levantó la ciudad moderna, como la tiene en mente Ávila. Es que las llamas eran el principal enemigo porque nadie construía edificaciones que no fueran de madera, ¿la razón? Los terrenos eran de la Compañía del Ferrocarril y estos se alquilaban, lo que suponía construir sobre el aire. “La verdad sobre Colón”, publicación del año 1980, achaca a este factor el primer muro contra el progreso.

Antes de 1940 las llamas corrieron por la ciudad decenas de veces, no obstante 55 años antes, cuando Colón estaba habitada por unos 4 mil pobladores, con dos escuelas y hasta una hermosa iglesia forjada en piedra (que sigue en pie en la actualidad), se dio uno de esos terribles hechos. En 1885 un voraz incendio consumió rápidamente la ciudad, dejando todo en escombros. De este hecho se culpó a Pedro Prestán, pero Salabarría Patiño aseguró que este personaje fue víctima de sus enemigos.

La situación colonense parece cíclica. Un año después de lo de Prestán se volvió a incendiar otra parte de la ciudad. Tras esto, unos empresarios organizaron un cuerpo de bomberos. Pero de igual forma, siguieron los siniestros.

La ciudad moderna

Con todo y sus fuegos y las ruinas que se tumbaban y volvían a levantar, entre 1914 y 1940 esta fue una de las ciudades más modernas del istmo. Era donde llegaba primero todo. Abundaban teatros, cines, comercios, incluido en ellos decenas de cabarets. Esto fue producto del movimiento que generaron quienes arribaban a esta parte de Panamá, no precisamente porque hubiera una gestión del gobierno central, lo que queda reflejado al ver que no fue sino después de 35 años de la separación de Colombia que hubo un hospital público y 39 años un colegio secundario oficial y ni en la vida republicana tuvo un cementerio propio. En ese orden se gestionaron las prioridades.

Para esa fecha Luciano Niño, un costeño que lleva una mezcla entre negro y cholo criollo, tenía 10 años. Desde los 9 vivía en la ciudad de Colón. Su madre, proveniente de la Costa Abajo emigró en 1940 buscando mejores recursos para sus hijos. Estaba sola y le habían contado que en lo que antes era una isla, tendría oportunidad de ganar buen dinero. Como ella, muchos residentes de las afueras se instalaron en la Tacita de Oro. No era mentira, allí tenían trabajo, gran parte de la población era empleada por las fuerzas armadas de Estados Unidos que aún ocupaban la Zona del Canal y otros vivían gracias al movimiento comercial que, de forma honrada, también daba qué hacer.

Así se siguieron juntando personas de diversos rincones. Estaban los descendientes de los que migraron para la construcción del ferrocarril, negros antillanos, que sirvieron de jornaleros, y lo de otras etnias e intereses. Como Luciano y su madre, más costeños, entre ellos los provenientes de los negros coloniales, siguieron poblando la ciudad. Iban en busca del “Sueño Colonense".

Luego vino la creación de la Zona Libre, durante la administración del presidente Enrique A. Jiménez, lo que ayudó al mejoramiento de las condiciones urbanas. Es que antes de que se erigiera la zona libre de impuestos se ejecutaron otros rellenos que ampliaron la ciudad, perfectamente trazada se le añadieron más avenidas y calles. Más aún así, con todo y fuerzas de defensas y zona franca no dejaron de existir casas en buenas condiciones y casuchas mal instaladas. Esto último no hubo progreso que pudiera contra ello. Es como si quisieran permanecer como recordatorio de su historia, de sus luchas, como evidencia de los llantos de los que perdieron y como alerta para quien llega.

50 años en picada

Hasta los 60 había trabajo, recuerda Luciano. En los 70 José Félix seguía viendo un lugar bonito (él se ganaba unos reales ayudando a las señoras con las bolsas del mercado, no tenía necesidad de robar, era un jovencito). Ya para esos años Niño fue testigo de la decadencia en la que comenzó a sumirse la ciudad.

¿Qué pasó? Sin temor a equivocarse, Luciano Niño, sentencia que la salida de las fuerzas armadas marcó ese antes y después de la Tacita de Oro. Ellos empleaban a gran parte de los colonenses. “Desde ese momento la gente comenzó a rebuscarse como pudo, se escuchaba de robos, se metían a las casas… había que sobrevivir”, expresa con mucha sinceridad este viejo, que hace unos 30 años dejó el “Fénix” buscando un mejor futuro para sus hijos, no quería que ellos fueran presa de los malos pasos que comenzaron a rodearlos.

La ciudad se siguió poblando. La falta de opciones de trabajo en el resto de la provincia guiaba a la gente a esas 16 calles, con o sin una real estabilidad laboral. Lo mismo ocurría con la educación, dada la falta de escuelas secundarias en los poblados, antes y ahora, muchas familias debían enviar a sus hijos a la exTacita para continuar estudiando.

De esta forma, para esos caserones, reconstruidos o en ruinas siempre han habido inquilinos, que pueden llegar con la intención de hacerlo de forma temporal pero que luego son absorbidos por el sistema.

¿Y los fuegos? Las llamas siguen enamoradas de la Tacita. Solo algunos meses atrás se registró un siniestro que destruyó la nueva sede de la Administración de la Zona Libre. Esta fue una pérdida millonaria, la moderna edificación no se había estrenado, más su solo presencia demostraba algún vestigio de avance para esta olvidada provincia.

Pero esa es solo una historia. Hasta hace poco aún quedaban algunos albergues que ya eran residencias. Gimnasios que no volvieron a recibir atletas, porque debían calentar a los damnificados de otras malévolas llamaradas. Refugiaron a padres que ahí mismo se convirtieron en abuelos, que con ayuda de plywood y gypson se las ingeniaron para administrar y decorar el espacio. Así como se olvidaron de ellos, ellos también procuraron sacar de sus mentes que estaban en un refugio temporal, en el que ya han pasado hasta 20 años.

Luciano, José Félix, Castillero, Salabarría y los damnificados dan fe de la realidad. Cada uno en una época distinta y en un rol y realidad diferente han demostrado que sí hubo una Tacita de Oro, pero sus tragos no siempre fueron aromáticos ni dulces. Hubo episodios gloriosos, mas los azares del destino golpeaban una y otra vez, siempre con más fuerza. Hoy, las camisas amarillas y cascos blancos que invaden las calles ofrecen una nueva esperanza y el Fénix amenaza con volverse a levantar de entre sus casi que inseparables cenizas.

La ciudad que los unió

En las 16 calles de Colón se observan rasgos de diversas etnias, pero la mayoría de la población sigue siendo afrodescendiente. Hay dos tipos de negros. Los primeros que llegaron a ocupar la Isla de Manzanillo fueron los que vinieron para construir el ferrocarril y para trabajar en el Canal, en su mayoría provenientes de las Antillas. Estos estaban más relacionados con los ingleses, incluso algunos eran profesionales, de clase media. Se les describe como preocupados por la educación.

Antes de ellos, durante el periodo colonial arribó otra rama. Los españoles, para sus faenas pesadas, trajeron negros de África, quienes fueron instalados en sus ciudades principales. Estos, que se asentaron en las costas, llegaron en calidad de esclavos y fueron obligados a adoptar la religión y costumbre de sus amos.

De las rebeldías de este grupo heredamos los congos y diablos, el repicar de los tambores, nuestra riqueza musical. No solo la de Colón, Bocas del Toro y Darién. Expertos en música panameña como Juan Andrés Castillo han recalcado que los ritmos folclóricos que nos representan en general están fuertemente influenciados por la tradición de estos primeros migrantes africanos.

Representantes de ambos llegaron a Colón y por muchos años vivieron separados. Los últimos con costumbres citadinas, dada la naturaleza de su llegada y los primeros estaban adecuados a faenas rurales. Pero la Tacita de Oro los unió, por lo menos en espacio.

El negro costeño, el de la época colonial, comenzó a migrar a la ciudad y entonces fue común escuchar una conversación compuesta por el acento cantado, descendientes de los esclavos, y por la fonética de quien se esfuerza por hablar español, cuando su lengua natural está más vinculada con el inglés.